Red de escritores en español

martes, 24 de febrero de 2009

Tener y no tener tiempo

ADNCultura www.adncultura.com Sabado 21 de Febrero de 2009

Tener y no tener tiempo
Aunque la tecnología nos permite resolver cada vez con mayor rapidez cuestiones prácticas, vivimos, de un modo paradójico, agobiados por la sensación de que el tiempo de que disponemos nunca es suficiente para todo lo que quisiéramos o debiéramos hacer. Las cosas que poseemos "cuanto más valiosas, más demandantes" nos imponen cuidados y preocupaciones absorbentes; por otra parte, la oferta de nuevos bienes y la proliferación de estímulos hacen que corramos una carrera desesperada para adquirirlos y disfrutarlos. A ese ritmo enajenado, se nos va la vida luchando por la esclavitud como si lo hiciéramos por la libertad e ignorando qué es el tiempo que nos consume.

Por Diana Cohen Agrest Para LA NACION "Combatir al tiempo". "Correr una carrera contra el tiempo". "Ganarle al tiempo". Las ocupaciones se superponen haciendo del hombre un esclavo del tiempo. Éste configura nuestra vida privada y nuestros hábitos sociales, en particular en una cultura monocrónica que desde siempre estipuló un tiempo socialmente aceptable para levantarse, otro para almorzar y otro para ir de copas. Mientras tanto, el auto, el Blackberry, la tarjeta de crédito son bienes bifrontes: uno de sus rostros nos ahorra un tiempo incalculable en operaciones hoy incorporadas a la vida común. Pero hay otro rostro menos benéfico: esos bienes suelen ser conquistados a costa de cierta libertad, pues su gestión y administración obliga a invertir un esfuerzo que podría ser volcado en otras ocupaciones. Cada uno de esos trofeos lleva consigo el tiempo invertido en comprarlo o mantenerlo o asegurarlo. Y en esos actos exigidos por las cosas, que cuanto más valiosas se tornan más demandantes, se nos va el tiempo y la vida con él, luchando por la esclavitud, decía Spinoza, como si lucháramos por la libertad. Persiguiendo el "tener", como se suele decir, nos perdemos de ser. Porque, aunque cueste admitirlo, más tarde o más temprano, Cronos devora a sus hijos sin hacer excepciones ni atender a favoritismos: el presente es un pasaje hacia el pasado, y el futuro también lo será. Destino fatal de todo lo viviente, también es el nuestro. No todos viven sometidos a las exigencias del tiempo. Quienes han quedado fuera de la cadena productiva –por vejez o, cada vez más, porque han sido excluidos de la economía de mercado– sobreviven aplastados bajo el peso de un tiempo abundante, innecesario e inútil, en el cual no tienen nada que hacer. Un tiempo en que "no pasa nada". Sus abuelos, en un mundo más misérrimo pero signado todavía por la esperanza, vivían sometidos al tiempo impersonal del ritmo fabril, marcando sus ingresos y salidas laborales. Los marginados de hoy, en cambio, sólo pueden matar el tiempo a la vez que éste los mata lentamente. Vivimos agobiados por una sensación que, como una sombra, nos persigue: en una época en que contamos con dispositivos que nos ahorran un tiempo precioso, hoy, más que nunca, no podemos liberarnos de la sensación de la falta de tiempo.
Ya el mismísimo Zenón se había percatado de que cuando no se lo trata como a un enemigo, aludimos al tiempo valiéndonos de imágenes espaciales (y por eso cayó preso de su paradoja, por reducir el tiempo al espacio, entendiéndolo por analogía con el espacio). Y no es por capricho: dado que el tiempo es inaprensible para el imaginario humano, nos referimos a él según un esquema espacial. Así buscamos "llenar el tiempo", como si éste fuera una bolsa vacía de supermercado cuyo espacio puede ser ocupado con hechos. O mejor aún: solemos representarlo con un segmento continuo, o bien lo retenemos en nuestra imaginación con una línea discreta, dividida según las horas, días, meses, años, todos ellos instrumentos de la organización humana condensados en el reloj o el calendario. En cualquier caso, el fluir del tiempo, paradójicamente, no se experimenta en sucesos temporales sino que se vivencia en el espacio. Todo intento de representación del tiempo supone valernos de una representación espacial. Y ése parecería ser un recurso obligado, porque cualquier cosa espacial es mostrable ostensivamente: estos zapatos son viejos (porque están corroídos, porque la suela está desgastada, porque el cuero se endureció y ya se asemeja a un cartón).
El resultado es que más de uno se siente "desincronizado": si se nos ocurre viajar a China, además de extenuados, llegaremos con un jet lag tal que deberemos pagar un día por cada zona horaria atravesada. Y ni qué hablar de la falta de sincronización con la familia o para acordar una cita excepcional: intente usted cenar diariamente con sus hijos adolescentes o convocar a una reunión de consorcio donde todos puedan asistir. Los tiempos de espera se vuelven tan insoportables que uno intenta "matar" el tiempo. Espero ansiosamente un viaje soñado desde hace mucho o una fiesta o cualquier acontecimiento deseado desde siempre. En contrapartida, otro aguarda un acontecimiento nefasto (un condenado a muerte o un amante a punto de ser abandonado) y en esa espera, en cierto impulso de eternizarlo, se aferra al instante presente y feliz en comparación con el porvenir. Cuando rememoramos un período monótono, nos representamos ese tiempo vivido como breve, mientras que el tiempo lleno de acontecimientos, que pasó en un abrir y cerrar de ojos, lo recordamos como un período prolongado: un viaje exprés (esos caricaturizados con el turista con anteojos de sol y cámara de fotos que aflora de una camisa hawaiana) en el que re-corremos diez ciudades europeas en ocho días y siete noches se nos antojará como si hubiésemos partido largo tiempo atrás (además de que las ciudades, con el tiempo, se confundirán unas con otras: ¿era la catedral de Chartres o la de Estrasburgo? ¿O sería la de Colonia?). Ansiosos por ser inmortalizados en una imagen, confiados en que ella durará un poco más que nosotros, nos ocupamos de registrar nuestra vida con cámaras digitales y hasta con teléfonos celulares, a veces perdiéndonos, con ese gesto, la ocasión de capturar subjetivamente la magia del instante. Colmando cada uno de esos momentos, con la consigna de que el tiempo no alcanza para todo lo que falta hacer, caemos en el sinsentido de procurar afanosamente llenar un tiempo que después se nos hace corto. Y en ese intento de vivir mucho en poco tiempo, el común de los mortales intenta apresar el tiempo dotando a cada instante de un espesor que de otra manera no tendría: se quiere vivir más y se quiere vivir el tiempo vivido con una intensidad que por momentos nos supera. En el peor de los casos, escucho música a todo volumen, corro por la autopista o ingiero alucinógenos para poder vivir ciertas experiencias exultantes que, en condiciones rutinarias, no suelen ser vivenciadas. En el mejor, aparecen soluciones redentoras como el fitness o el ideal de la "vida sana", como si uno u otra fueran el pasaporte con visa incluida a esa tan añorada como imposible inmortalidad. Y cuando el fin se aproxima, se aspira a prolongar la vida (lo que explica el encarnizamiento terapéutico, cuando se quiere vivir a toda costa, aun cuando la muerte, impiadosa, se preanuncia en su irrevocabilidad). Parecería que nuestra concepción del tiempo –implícita, raramente pensada desde el sentido común– fuera una versión perversa del tiempo agustiniano: vivimos en una suerte de presente continuo pero relegamos el futuro como dimensión de la subjetividad. Solemos olvidar, sospechosamente, que envejeceremos y moriremos. Viviendo un presente perpetuo que consta de episodios, cada uno de ellos aislado del pasado y del futuro. El mismo Spinoza decía que nos sentimos eternos. Y nunca como hoy, nuestra cultura exacerbadamente narcisista parece darle la razón. Adiós al ocio En los años 60, la problemática del ocio era el tema que preocupaba a los sociólogos y a los psicólogos sociales. ¿Qué se iba a hacer con todo el tiempo libre que la incipiente tecnología aplicada a la vida hogareña y profesional nos dejaba, a modo de saldo? Se construyeron modelos teóricos que intentaban organizar el sueño de una sociedad que se perfilaba como proveedora de ocio, bajo el imperativo de la creatividad. Nacía un tiempo superfluo que debía ser consumido de una u otra forma. Pero ese proyecto no pasó de ser una ilusión, pues representado en sus comienzos como un horizonte de posibilidades, el ocio terminó por ser una carga insoportable. Temerosos del "vacío" del tiempo, ese tiempo vacío fue rápidamente llenado con ocupaciones superpuestas sin solución de continuidad. El tiempo libre hoy es lo menos libre que hay, pues lo llenamos con obligaciones que, por ser en principio electivas, constriñen tanto o más que las que nos son impuestas. ¿Cómo se vivencia hoy el tiempo? Leon Kreitzman, en The 24-Hour Society ("La sociedad de las 24 horas") señala que con la introducción del reloj tras la Revolución Industrial, los individuos fueron perdiendo la noción del tiempo natural, indicado por la luz y la oscuridad. Desde ese momento, el hombre moderno se ha consagrado a hacer rendir el tiempo hasta tal punto que, hoy por hoy, el tiempo natural ya no importa. El giro hacia una sociedad abierta durante las 24 horas impulsa la proliferación de los servicios de delivery, bares, cibercafés y hasta alentó la habilitación nocturna de una muestra en el Louvre para que pudiera ser visitada por un público que por nada del mundo quería perdérsela. La tecnología cada vez más sofisticada de un mundo globalizado crea la demanda de una disponibilidad de distintos sectores productivos y conduce hacia una sociedad que, señala Kreitzman, no descansa jamás. Según se constató en un estudio de campo, los adolescentes y jóvenes actuales desearían vivir en un territorio con un sol que no se pusiera jamás, en un verano boreal en que el tiempo y, con él, los ciclos de la naturaleza fueran suspendidos. Y ya vivimos en un tiempo sin tiempo en el que hasta los ciclos biológicos son transgredidos: mientras que otras generaciones se volvían adultas al promediar la segunda década (los varones obtenían su título o se ganaban su primer salario y las mujeres ya daban a luz), hoy los jóvenes (y los no tan jóvenes) viven un presente perpetuo, sin conciencia de los límites de las etapas vitales. Por cierto, este escenario vertiginoso puede resultarnos intimidante. Y lo es. No puede no serlo una época signada por la incredulidad y un escepticismo insensible. Tal vez haya habido épocas más heroicas. Incluso tal vez las haya habido más esperanzadas. Pero ésta, la que nos toca vivir, es al fin de cuentas la nuestra.

No hay comentarios: